Oscar Sánchez Madan
Cidra, Matanzas
Permanecer tres
años en aquella horrible prisión Combinado del Sur, no me resultó nada fácil. El
infierno siempre es cruel y despreciable. Fue terrible descontar los largos días
de encierro, en medio de la corrupción oficial, el robo, las delaciones, los
ataques arteros de algunos reclusos, el abuso de los militares, la traición de
supuestos amigos y la soledad, esa fiera implacable que nunca perdona.
Oír los gritos de
los carceleros, en la mañana, desde el segundo día de mi llegada al penal, fue
peor que beber, como desayuno, una taza de vinagre caliente. Escuchar los insultos
de los guardias en el recuento matutino, para más tarde observar la primera
pelea, entre reos, en esa singular jornada, era sólo una primicia de lo que me
esperaba en aquella gigantesca e ignominiosa jaula.
Diariamente, a las
ocho antes meridiano, ordenaban que nos preparáramos para una inspección que nunca llegaba. Era sólo un
pretexto utilizado por los verdugos del pueblo, para privarnos de la hora de
salida al patio, lugar donde tomábamos el sol y hacíamos ejercicios físicos.
Los gritos de los carceleros nunca nos
abandonaban. Y los insultos y las pateaduras no se detenían. Eran eternos e
infinitos como el cielo, aunque no tenían su hermoso color azul. Aquella vieja,
maldita edificación, por cuyos techos se filtraba el agua, era un y oscuro abismo
creado para destrozarnos, no sólo el cuerpo, sino también el alma.
El destacamento de
menores –muchachos de entre 16 y 21 años-, quedaba frente a mi galera.
Permanecía casi siempre desordenado, sucio, como sucias eran las almas de los
supuestos educadores del penal, vestidos de verdeolivo, el color más
despreciado por la población. Estos adolescentes que lo habitaban, inquietos, mal
educados, peligrosos, desorientados y faltos de amor maternal, se parecían a la
mala hierba crecida en cualquier lugar. Sin embargo, eran seres tan humanos
como yo.
Y lo eran, a pesar
de los gritos de los gendarmes, del hambre, de la desatención médica, de los
puñetazos que recibían de sus torturadores, de la humillante traición de sus
novias y de la indiferencia de muchos de sus hermanos y madres. Más allá de
todo eso estos niños y jóvenes reían, jugaban, dormían, peleaban, pero sobre
todo, lloraban. Sus llantos muchas veces traían lágrimas de sangre.
Entonces, yo
siempre me preguntaba: ¿Cómo pueden resistir? ¿Qué les permite seguir casados
con la vida?
En una ocasión hubo
uno que flaqueó, no resistió. Intentó defenderse, con una cuchilla, de otros
reos que abusaban de él y los guardias lo enviaron a una celda de castigo. Allí
permaneció varias horas aislado. Al amanecer del día siguiente, ya era cadáver.
Se había ahorcado con una sábana. Sentí mucha pena por José Augusto Ramos, de
Santa Marta, Varadero. Era casi un niño. Tenía 18 o 19 años.
La alimentación
siempre fue pésima. Mal elaborada, porque los carceleros se robaban las
especias, los pocos productos cárnicos que llegaban, las viandas, las frutas.
Entraban al almacén, ubicado en el área de la cocina y llenaban sus mochilas,
sin ocultarse. Había una inmoral complicidad entre muchos jefes, miembros del
Partido Comunista y oficiales subalternos.
Ni hablar de la
inhumana desatención médica. Por lo general, para acudir a la posta
asistencial, por razones de enfermedad, había que rogarles, con marcada
insistencia a los militares, o iniciar una protesta. Esta última era abortada,
casi siempre, con una brutal golpiza propinada a sus protagonistas, quienes
eran recluidos en pestilentes calabozos, durante 21 días. Los medicamentos
escaseaban. Conseguir que te llevaran a un hospital, en la ciudad, era difícil.
En cierta ocasión
vi a un recluso golpear una pared con su cabeza, debido a que los carceleros se
negaron a llevarlo a la enfermería a atenderse un fuerte dolor de muelas. Tuve
que protestar para que lo sacaran de la celda y me gané unos fuertes empujones.
Por denunciar los
horribles atropellos que a diario sucedían, un día, un preso, confidente de la
policía política, me agredió. Me defendí como pude, antes que me recluyeran,
durante tres días, en una celda de castigo. Sí, porque un prisionero político
como era yo, siempre se mantiene indefenso, en esos antros de tortura que el
gobierno denomina Centros Penitenciarios. Su único respaldo es Dios.
Después de salir de
aquel infierno he pedido mucho al Creador, que nos de fuerzas y sabiduría, a
todos los que amamos a Cuba, para transformar, de una vez y para siempre, esas
degradantes cavernas de perdición, que nuestro pueblo no aborrece.
sanchesmadan61@yahoo.com
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