domingo, 14 de abril de 2013

Yo estuve en el infierno



Oscar Sánchez Madan


Cidra, Matanzas

Permanecer tres años en aquella horrible prisión Combinado del Sur, no me resultó nada fácil. El infierno siempre es cruel y despreciable. Fue terrible descontar los largos días de encierro, en medio de la corrupción oficial, el robo, las delaciones, los ataques arteros de algunos reclusos, el abuso de los militares, la traición de supuestos amigos y la soledad, esa fiera implacable que nunca perdona.
Oír los gritos de los carceleros, en la mañana, desde el segundo día de mi llegada al penal, fue peor que beber, como desayuno, una taza de vinagre caliente. Escuchar los insultos de los guardias en el recuento matutino, para más tarde observar la primera pelea, entre reos, en esa singular jornada, era sólo una primicia de lo que me esperaba en aquella gigantesca e ignominiosa jaula.
Diariamente, a las ocho antes meridiano, ordenaban que nos preparáramos para una  inspección que nunca llegaba. Era sólo un pretexto utilizado por los verdugos del pueblo, para privarnos de la hora de salida al patio, lugar donde tomábamos el sol y hacíamos ejercicios físicos.
 Los gritos de los carceleros nunca nos abandonaban. Y los insultos y las pateaduras no se detenían. Eran eternos e infinitos como el cielo, aunque no tenían su hermoso color azul. Aquella vieja, maldita edificación, por cuyos techos se filtraba el agua, era un y oscuro abismo creado para destrozarnos, no sólo el cuerpo, sino también el alma.
El destacamento de menores –muchachos de entre 16 y 21 años-, quedaba frente a mi galera. Permanecía casi siempre desordenado, sucio, como sucias eran las almas de los supuestos educadores del penal, vestidos de verdeolivo, el color más despreciado por la población. Estos adolescentes que lo habitaban, inquietos, mal educados, peligrosos, desorientados y faltos de amor maternal, se parecían a la mala hierba crecida en cualquier lugar. Sin embargo, eran seres tan humanos como yo.
Y lo eran, a pesar de los gritos de los gendarmes, del hambre, de la desatención médica, de los puñetazos que recibían de sus torturadores, de la humillante traición de sus novias y de la indiferencia de muchos de sus hermanos y madres. Más allá de todo eso estos niños y jóvenes reían, jugaban, dormían, peleaban, pero sobre todo, lloraban. Sus llantos muchas veces traían lágrimas de sangre.
Entonces, yo siempre me preguntaba: ¿Cómo pueden resistir? ¿Qué les permite seguir casados con la vida?
En una ocasión hubo uno que flaqueó, no resistió. Intentó defenderse, con una cuchilla, de otros reos que abusaban de él y los guardias lo enviaron a una celda de castigo. Allí permaneció varias horas aislado. Al amanecer del día siguiente, ya era cadáver. Se había ahorcado con una sábana. Sentí mucha pena por José Augusto Ramos, de Santa Marta, Varadero. Era casi un niño. Tenía 18 o 19 años.
La alimentación siempre fue pésima. Mal elaborada, porque los carceleros se robaban las especias, los pocos productos cárnicos que llegaban, las viandas, las frutas. Entraban al almacén, ubicado en el área de la cocina y llenaban sus mochilas, sin ocultarse. Había una inmoral complicidad entre muchos jefes, miembros del Partido Comunista y oficiales subalternos.
Ni hablar de la inhumana desatención médica. Por lo general, para acudir a la posta asistencial, por razones de enfermedad, había que rogarles, con marcada insistencia a los militares, o iniciar una protesta. Esta última era abortada, casi siempre, con una brutal golpiza propinada a sus protagonistas, quienes eran recluidos en pestilentes calabozos, durante 21 días. Los medicamentos escaseaban. Conseguir que te llevaran a un hospital, en la ciudad, era difícil.
En cierta ocasión vi a un recluso golpear una pared con su cabeza, debido a que los carceleros se negaron a llevarlo a la enfermería a atenderse un fuerte dolor de muelas. Tuve que protestar para que lo sacaran de la celda y me gané unos fuertes empujones.
Por denunciar los horribles atropellos que a diario sucedían, un día, un preso, confidente de la policía política, me agredió. Me defendí como pude, antes que me recluyeran, durante tres días, en una celda de castigo. Sí, porque un prisionero político como era yo, siempre se mantiene indefenso, en esos antros de tortura que el gobierno denomina Centros Penitenciarios. Su único respaldo es Dios.
Después de salir de aquel infierno he pedido mucho al Creador, que nos de fuerzas y sabiduría, a todos los que amamos a Cuba, para transformar, de una vez y para siempre, esas degradantes cavernas de perdición, que nuestro pueblo no aborrece.
sanchesmadan61@yahoo.com

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