Ángeles de libertad
Oscar Sánchez Madan
Cidra, Matanzas
Estaban allí cuando
llegué. Rezaban el Padre Nuestro, en aquella hermosa iglesia de Santa Rita.
Pedían a Dios la libertad de todos sus compatriotas encarcelados por motivos
políticos. Lo hacían con la misma humildad con que el Cristo de Nazaret
imploraba una y otra vez, la bendición del Padre que lo envió a la tierra a
cumplir con la sagrada tarea de la evangelización.
Más que tiernas
mujeres, eran ángeles venidos del cielo, dispuestos a pelear la buena batalla
de la fe. Tenían un solo nombre: Damas de Blanco. O tal vez otro mucho más
enaltecedor: Laura Pollán. Aunque siempre he preferido llamarlas como alguien
las caracterizó una vez: Damas de Cuba.
Y es que ellas
hacen posible que todos, en la isla, respiremos el aire divino, puro, de la
solidaridad.
Al concluir su
solemne comunión con Dios, salieron del templo, con la frente en alto, como si
buscaran el rostro del Creador. Descendían la diminuta escalinata del santuario,
de la misma manera que las aves surcan el espacio para embellecerlo con sus
hermosos vuelos.
Iban vestidas de
blanco, como cada domingo. Las escoltaban hombres de su mismo linaje, que
conocían las tristes consecuencias de un violento Acto de Repudio organizado
por los rabiosos agentes de la policía política. Seres que sufrieron, algunos
de ellos, el terrible confinamiento en
las mazmorras de la dictadura, la misma que un día los separó de sus puras
madres, hermanas, abuelas e hijas.
Vi a esos
inmortales saludarlas, admirarlas, amarlas, tomar para la historia sus imágenes
con pequeñas cámaras digitales. Éstos se les acercaban como si quisieran
devorarlas, para alimentarse con su gigantesca dignidad.
Con dulces sonrisas
en los labios aquellos ángeles encarnados tomaron la ya histórica Quinta
Avenida. Sus rostros contagiados de esperanza, no dejaron, ni por un instante,
de iluminar la elegante barriada capitalina de Miramar, que también les
sonreía.
En dos ordenadas
filas aquellos apreciables querubines avanzaron con sus cubanísimos gladiolos
en las manos. Marchaban silenciosamente. Se esforzaban por conseguir la
libertad de aquellos hombres rectos, pulcros, de enorme estatura moral, a
quienes gobernantes caprichosos e insensibles no dejaban ver el sol y el
universo. Caminaban con la misma firmeza conque un fuerte gladiador se
entregaba a la batalla en la antigua Roma.
Desde los vehículos
que pasaban los pasajeros las saludaban. Les daban las gracias por su honrosa
misión, casi imposible. Arrebatarle de las manos la pureza a los carceleros,
nunca fue una tarea fácil. Por eso los transeúntes las acariciaban con sus
fijas y esperanzadoras miradas.
Seguían vestidas de
blanco. Proseguían la ceremoniosa marcha. Avanzaban cien, doscientos,
trescientos… metros y la vida les cedía el paso. No había semáforo con luz roja
para ellas, porque en su eterno viaje hacia el cielo infinito, irradiaban únicamente
solidaridad, amor y paz.
Sin embargo, cuando
más bellos eran sus rostros y más intensos los suspiros de la patria, que las
animaba en su largo dificultoso andar, los agentes del desorden y la
inseguridad, esos espíritus malignos que asechan, mutilan y matan, detuvieron
su encantadora andanza y mancharon la historia de la nación con insultos y
bramidos. Más, los exquisitos vestidos de mis ángeles no dejaron nunca de ser
blancos.
No lo impidieron ni
los autos patrulleros de la policía, ni los corpulentos autómatas del infierno.
El color de la pureza es tan claro, que es imposible afrentarlo, sobre todo,
cuando lo protegen verdaderos ángeles.
sanchesmadan61@yahoo.com
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