Oscar Sánchez Madan
Cidra, Matanzas
La
sirena de aquella ambulancia llamó poderosamente la atención de las veintenas
de personas que transitaban por las aceras de la populosa calle 23, del Vedado,
La Habana, frente a Coopelia. Una señora, a quien acompañaban su esposo y su pequeño
hijo, de alrededor de cuatro años de edad, expresó que era el tercer vehículo
que pasaba por el lugar, cargado de heridos. Había tenido lugar una riña
tumultuaria en algún sitio de la capital.
Con
asombro, por esos días, los cubanos percibíamos que la violencia en el país iba
en ascenso. Eran poco más de las nueve de la noche y ya se hablaba de “la
carnicería que hubo en el Malecón”. La capital no se mostraba como un lugar
seguro para salir de noche. Los robos con violencia estaban a la orden del día.
Preocupaba
saber que muchachos muy jóvenes, casi niños, circulaban por las calles, durante
el horario nocturno, con armas blancas y hasta de fuego, en la cintura. Lo
grave del problema era que, al respecto, la prensa oficial y los funcionarios,
no decían ni una palabra. La gente resultaba herida, los hospitales y calabozos
de la policía se abarrotaban, por dicha causa y para el gobierno, era como si
no pasara nada.
Mientras
el sonido de la sirena disminuía, en medio del bullicio provocado por los
desorganizadores de la cola (fila) en la que me hallaba, logré comprar un pan,
con perro caliente y un refresco. Los devoré con rapidez, tenía hambre y un
poco de sueño.
Pero
como me había picado el bichito de la curiosidad, bajé por 23, en dirección al
litoral, quería enterarme de lo que había sucedido. Debía tener mucho cuidado
porque ante hechos de violencia la policía se volvía muy agresiva y al operar
cometía muchas arbitrariedades. Sus agentes actuaban peor que los delincuentes.
Sin
dejar de pensar en el peligro que corría, caminaba a toda prisa. Por mi
derecha, dejaba atrás, con rapidez, el edificio del Ministerio de Salud
Pública. Apreté mucho más el paso, quería llegar rápido.
Una
vez que divisé, a mi izquierda, la hermosa cascada, ubicada al pie del
majestuoso Hotel Nacional, volteé la cabeza a la derecha y vi dos camionetas de
la policía, aparcadas en la Avenida del Malecón. Junto a ellas, se hallaban
poco más de dos decenas de militares y tres autos patrulleros. Al parecer todo
había acabado. Los gendarmes se subían a los vehículos. Inmediatamente se
marcharon. Sólo quedaron en el lugar dos oficiales y un perro pastor alemán,
agresivo, como muchos habaneros.
Sin
dejar de observar de reojo a los policías, crucé la avenida y me senté en el
muro del Malecón, junto a dos muchachas que conversaban. Las interrogué sobre
lo sucedido y me dijeron que la riña se debió a que uno de los participantes,
le reclamó a otro, -joven igual que él-, el pago de una deuda de 200 dólares.
Al ser negativa la respuesta del segundo, los aliados de ambos se enfrentaron.
Botellas de ron, cuchillos, latas llenas de cerveza, fueron las armas que
emplearon. Gracias a Dios, esta vez no hubo pistolas.
Me
impresioné mucho cuando una de las adolescentes, se agachó sobre la acera y me
mostró unas manchas de sangre. Ante mi sorpresa, me dijo que ella estaba
acostumbrada a esas contiendas, que no faltaban en los “Bonches”, o fiestas de
barrio. “Allí si que matan y la policía, muchas veces, actúa sólo cuando todo
concluyó, los ´metas´ les tienen miedo al plomo”, expresó, con una sonrisa
entre labios.
Maritza,
como me dijo que se llamaba la muchacha, cuando vio que me encontraba muy cerca
de ella, en cuclillas para divisar mejor la sangre, se puso muy seria. Pero no
era por mi inocente acción, sino porque un fornido joven, con los brazos
cruzados sobre el pecho, la miraba con un rostro poco amistoso. “Es tu novio”,
le pregunté, preocupado. No, es mi chulo (proxeneta) y es bastante agresivo,
así que no te intervengas, si me golpea, será mejor para los tres”, me
respondió.
El
chico, elegantemente vestido, tomó a la joven por el cuello y con brusquedad,
la arrastró hasta el muro del malecón. Con rabia le dijo: “¿Qué coño tú haces
aquí?”. Ésta, después de aspirar todo el aire de La Habana, le lanzó una
andanada de insultos que la musculatura del muchacho se hizo pequeña. “A mi tú
me hablas bien, porque yo te mantengo, carajo”, gritó Maritza, airada.
Cuando
los dos policías llegaron con el perro la joven ya se había transformado en una
fiera. Fue por eso que un minuto después de que uno de ellos le pidiera la
cédula de identidad a la “jinetera” (prostituta), la camisa de su uniforme ya
era blanco de los golpes de la ferviente agresora.
Montada
en el auto patrullero, como sabía que lo que me gritaba yo no podía escucharlo,
Maritza golpeaba la puerta del vehículo, para enviarme algún mensaje. Nunca
supe lo que me quiso decir. Sólo se que hizo mucho ruido cuando los policías la
conducían, arrestada. Entonces recordé a los heridos, miré la ciudad, sentí
lástima por la muchacha…
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