miércoles, 19 de junio de 2013

Noche ruidosa


Oscar Sánchez Madan
Cidra, Matanzas
La sirena de aquella ambulancia llamó poderosamente la atención de las veintenas de personas que transitaban por las aceras de la populosa calle 23, del Vedado, La Habana, frente a Coopelia. Una señora, a quien acompañaban su esposo y su pequeño hijo, de alrededor de cuatro años de edad, expresó que era el tercer vehículo que pasaba por el lugar, cargado de heridos. Había tenido lugar una riña tumultuaria en algún sitio de la capital.
Con asombro, por esos días, los cubanos percibíamos que la violencia en el país iba en ascenso. Eran poco más de las nueve de la noche y ya se hablaba de “la carnicería que hubo en el Malecón”. La capital no se mostraba como un lugar seguro para salir de noche. Los robos con violencia estaban a la orden del día.
Preocupaba saber que muchachos muy jóvenes, casi niños, circulaban por las calles, durante el horario nocturno, con armas blancas y hasta de fuego, en la cintura. Lo grave del problema era que, al respecto, la prensa oficial y los funcionarios, no decían ni una palabra. La gente resultaba herida, los hospitales y calabozos de la policía se abarrotaban, por dicha causa y para el gobierno, era como si no pasara nada.
Mientras el sonido de la sirena disminuía, en medio del bullicio provocado por los desorganizadores de la cola (fila) en la que me hallaba, logré comprar un pan, con perro caliente y un refresco. Los devoré con rapidez, tenía hambre y un poco de sueño.
Pero como me había picado el bichito de la curiosidad, bajé por 23, en dirección al litoral, quería enterarme de lo que había sucedido. Debía tener mucho cuidado porque ante hechos de violencia la policía se volvía muy agresiva y al operar cometía muchas arbitrariedades. Sus agentes actuaban peor que los delincuentes.
Sin dejar de pensar en el peligro que corría, caminaba a toda prisa. Por mi derecha, dejaba atrás, con rapidez, el edificio del Ministerio de Salud Pública. Apreté mucho más el paso, quería llegar rápido.
Una vez que divisé, a mi izquierda, la hermosa cascada, ubicada al pie del majestuoso Hotel Nacional, volteé la cabeza a la derecha y vi dos camionetas de la policía, aparcadas en la Avenida del Malecón. Junto a ellas, se hallaban poco más de dos decenas de militares y tres autos patrulleros. Al parecer todo había acabado. Los gendarmes se subían a los vehículos. Inmediatamente se marcharon. Sólo quedaron en el lugar dos oficiales y un perro pastor alemán, agresivo, como muchos habaneros.
Sin dejar de observar de reojo a los policías, crucé la avenida y me senté en el muro del Malecón, junto a dos muchachas que conversaban. Las interrogué sobre lo sucedido y me dijeron que la riña se debió a que uno de los participantes, le reclamó a otro, -joven igual que él-, el pago de una deuda de 200 dólares. Al ser negativa la respuesta del segundo, los aliados de ambos se enfrentaron. Botellas de ron, cuchillos, latas llenas de cerveza, fueron las armas que emplearon. Gracias a Dios, esta vez no hubo pistolas.
Me impresioné mucho cuando una de las adolescentes, se agachó sobre la acera y me mostró unas manchas de sangre. Ante mi sorpresa, me dijo que ella estaba acostumbrada a esas contiendas, que no faltaban en los “Bonches”, o fiestas de barrio. “Allí si que matan y la policía, muchas veces, actúa sólo cuando todo concluyó, los ´metas´ les tienen miedo al plomo”, expresó, con una sonrisa entre labios.
Maritza, como me dijo que se llamaba la muchacha, cuando vio que me encontraba muy cerca de ella, en cuclillas para divisar mejor la sangre, se puso muy seria. Pero no era por mi inocente acción, sino porque un fornido joven, con los brazos cruzados sobre el pecho, la miraba con un rostro poco amistoso. “Es tu novio”, le pregunté, preocupado. No, es mi chulo (proxeneta) y es bastante agresivo, así que no te intervengas, si me golpea, será mejor para los tres”, me respondió.
El chico, elegantemente vestido, tomó a la joven por el cuello y con brusquedad, la arrastró hasta el muro del malecón. Con rabia le dijo: “¿Qué coño tú haces aquí?”. Ésta, después de aspirar todo el aire de La Habana, le lanzó una andanada de insultos que la musculatura del muchacho se hizo pequeña. “A mi tú me hablas bien, porque yo te mantengo, carajo”, gritó Maritza, airada.
Cuando los dos policías llegaron con el perro la joven ya se había transformado en una fiera. Fue por eso que un minuto después de que uno de ellos le pidiera la cédula de identidad a la “jinetera” (prostituta), la camisa de su uniforme ya era blanco de los golpes de la ferviente agresora.
Montada en el auto patrullero, como sabía que lo que me gritaba yo no podía escucharlo, Maritza golpeaba la puerta del vehículo, para enviarme algún mensaje. Nunca supe lo que me quiso decir. Sólo se que hizo mucho ruido cuando los policías la conducían, arrestada. Entonces recordé a los heridos, miré la ciudad, sentí lástima por la muchacha…

No hay comentarios:

Publicar un comentario