Oscar
Sánchez Madan
Cidra,
Matanzas
El gobierno de Cuba
oculta el número de personas desamparadas que deambulan a diario por
las calles de la isla, mugrientas y cubiertas de harapos. Las cámaras
de la televisión estatal y las redacciones de la prensa plana y
radial no emplean su tiempo en abordar este lamentable asunto. Muchas
de ellas duermen, tanto de día como de noche, en portales de
viviendas, bancos públicos, o donde los sorprenda el crepúsculo.
Nadie como Ricardo lo
sabe, un señor de 71 años de edad, quien no tiene trabajo, ni
familia, ni casa, por lo que camina por las calles de La Habana, en
busca del sustento diario. Su objetivo principal son los tanques de
basura, por eso le llaman “buzo”, como a los de su mismo linaje.
Tal vez sea porque tiene una gran habilidad para rastrear entre los
desperdicios y encontrar objetos de algún valor, que le sirve para
beneficiarse de alguna manera.
Aquella tarde de mayo,
cuando me lo encontré, en la avenida Belascoaín, estaba muy
molesto. Me dijo que la policía lo había detenido, junto a otros
mendigos -entre ellos, algunas mujeres- y conducido hacia un lugar,
en las afueras de la capital, donde se hallaban arrestados, otros
indigentes.
“Los muy desgraciados
me quitaron un pantalón y un pulóver viejos, que aunque estaban un
poco manchados, me servían para ponérmelos después de bañarme en
el río, al terminar el trabajo”, explicó. Me los había
encontrado en un tanque de basura situado en la calle San Miguel y
los guardé porque los necesitaba”, argumentó con lágrimas en sus
ojos.
Era Ricardo, delgado,
alto y negro, como el azabache. Mientras hablaba, me miraba fijo a
los ojos, señal de que decía la verdad.
“Mi vida no es fácil,
periodista. Salgo a la calle lo mismo a las dos de la mañana, que a
las tres de la tarde. Lo importante es “no chocar” con la policía
y velar las casas donde se alojan turistas extranjeros, altos
dirigentes o gente con mucho dinero. De ahí se botan muchos objetos
que aún sirven hasta para vender”, me indicaba, siempre con las
manos temblorosas, que movía hacia todos lados.
“A veces corro un gran
peligro, durante las madrugadas, horario en que los jóvenes regresan
de las fiestas y discotecas borrachos y hasta drogados. Cuando me ven
que busco algo en un tanque de basura, como para distraerse y joder
un poco, me insultan y lanzan piedras. Entonces, saco el cuchillo que
llevo en la cintura. A veces corren, pero en la mayoría de las
ocasiones se enfurecen y tengo que huir, porque si no, me matan a
golpes”, sentenció el viejo Ricardo.
Según me dijo el pobre
ancianito, en La Habana y en otras partes de la isla, hay muchas
personas como él, que viven de los basureros y de la caridad
pública. El gobierno se hace el que no los ve, aunque muchas veces,
cuando viene alguna importante visita del extranjero los recoge a
todos, durante varias horas y después los lanza de nuevo a las
calles, para que se ganen la vida como puedan, o mueran solos. Así
me lo confesó Ricardo, momentos antes de estrechar mi mano,
invitarme a que escribiera su historia y marcharse.
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