jueves, 13 de junio de 2013

Maldita impunidad



Gesse Castelnau Jorrin
Centro Habana, La Habana
Mi reloj marcaba las ocho de la noche, horario que frecuentemente utilizaba para conversar con mis amigos del barrio, en el parque Trillo, localizado en el capitalino municipio de Centro Habana. Me acompañaba mi esposa Magela, una encantadora joven que no me perdía ni pie ni pisada. Conocía ella muy bien el peligro que yo corría por mi activismo a favor de los derechos humanos.
Seis muchachos que se interesaban mucho por la labor de la disidencia interna eran mis interlocutores. Me hacían preguntas a veces difíciles de responder.
Cuando la conversación se tornaba más interesante, aparecieron tres corpulentos agentes de la policía política. Venían acompañados de uno de sus confidentes, de esos seres inmorales que el gobierno usa para agredir a quienes no comulgan con la ideología oficial.
Uno de los oficiales mostró un carnet que lo identificaba como miembro de la institución más represiva del país, Departamento de Seguridad del Estado. Su prepotencia era más que notable.
Me observó con odio, al tiempo que me dijo: muéstreme su carnet de identidad, gusano.
Como respuesta le pregunté si había algún problema. Le dije que sólo conversábamos en el parque como otras noches. Le expresé, además, que no era necesario que me ofendiera.
Usted, gusano, incita a los jóvenes a realizar actos contrarrevolucionarios y eso está penado por la ley”, -ripostó el militar, que como los otros vestía ropas de civil.
Le respondí que sólo ejercíamos nuestro derecho a hablar y a opinar, pero él se molestó.
Mis acompañantes, excepto mi esposa, casi temblaban de miedo. Habían quedado mudos como por arte de magia.
Se aterrorizaron al ver que los militares comenzaron a golpearme, con especial salvajismo. No se atrevieron a intervenir para detener la arbitraria golpiza. Era más que evidente que el miedo los había paralizado.
Magela, al menos, gritaba frases contra el gobierno. Era evidente su indignación. Mis hijos Christian, de nueve años de edad, y Ashanti, de cinco, lloraban desesperados, e intentaban, infructuosamente, protegerme.
Recibía golpes en el rostro, en las costillas, en la espalda. Una torrencial lluvia de patadas cubrían todo mi cuerpo, cuando ya había sido derribado al pavimento. Pensé que era el fin de mis días en la tierra. Creí que el alto mando del Ministerio del Interior había decidido eliminarme físicamente, como lo hicieron con el hermano de ideas, Juan Wilfredo Soto García, en un parque de Santa Clara…
Dos días después, me encontraba en Cienfuegos, junto a mi tío, Miguel Morfa Romero, hermano de mi madre. Su vivienda era acogedora, al igual que el trato que me dispensaban su esposa y mi primo Jean Carlos, de 13 años de edad.
En horas de la noche, de forma inesperada, el jefe del sector de la policía presidió una reunión de los integrantes del comité de vigilancia del área, en los bajos del edificio en que estábamos. La presidenta de esa agrupación pro-oficialista citó a mi tío y a su esposa, quienes se negaron a acudir.
La intolerancia de los partidarios del gobierno, las incitaciones de la policía y la negativa de mis tíos a mezclarse con los miembros de la organización castrista, generaron una indecente respuesta de los asambleístas.
Gritos de ¡mercenarios!, ¡gusanos!, ¡contrarrevolucionarios! y otras frases bastante obscenas, rompieron la tranquilidad del barrio.
Sin embargo, mi tío Miguel, nos recomendó no salir de su casa, para mantenernos protegidos de personas que son capaces de golpear, e incluso, de matar.
Al día siguiente, durante la mañana, dos agentes de la policía nacional se personaron en la vivienda de mi tío. Le exigían que me expulsara de allí. Era un capricho más de unos militares, que como el resto, gozan de la más absoluta impunidad. No hay ley en Cuba que impida a las personas visitar a sus familiares. Más los agentes actuaban así porque estaban respaldados por el gobierno.
Tras los dos militares golpear la puerta de la casa y romper la cerradura, se marcharon. Con ellos se fueron el odio y el crimen. Ojalá hubiese sido para siempre.

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