Gesse
Castelnau Jorrin
Centro
Habana, La Habana
Mi
reloj marcaba las ocho de la noche, horario que frecuentemente
utilizaba para conversar con mis amigos del barrio, en el parque
Trillo, localizado en el capitalino municipio de Centro Habana. Me
acompañaba mi esposa Magela, una encantadora joven que no me perdía
ni pie ni pisada. Conocía ella muy bien el peligro que yo corría
por mi activismo a favor de los derechos humanos.
Seis
muchachos que se interesaban mucho por la labor de la disidencia
interna eran mis interlocutores. Me hacían preguntas a veces
difíciles de responder.
Cuando
la conversación se tornaba más interesante, aparecieron tres
corpulentos agentes de la policía política. Venían acompañados de
uno de sus confidentes, de esos seres inmorales que el gobierno usa
para agredir a quienes no comulgan con la ideología oficial.
Uno de
los oficiales mostró un carnet que lo identificaba como miembro de
la institución más represiva del país, Departamento de Seguridad
del Estado. Su prepotencia era más que notable.
Me
observó con odio, al tiempo que me dijo: muéstreme su carnet de
identidad, gusano.
Como
respuesta le pregunté si había algún problema. Le dije que sólo
conversábamos en el parque como otras noches. Le expresé, además,
que no era necesario que me ofendiera.
“Usted,
gusano, incita a los jóvenes a realizar actos contrarrevolucionarios
y eso está penado por la ley”, -ripostó el militar, que como los
otros vestía ropas de civil.
Le
respondí que sólo ejercíamos nuestro derecho a hablar y a opinar,
pero él se molestó.
Mis
acompañantes, excepto mi esposa, casi temblaban de miedo. Habían
quedado mudos como por arte de magia.
Se
aterrorizaron al ver que los militares comenzaron a golpearme, con
especial salvajismo. No se atrevieron a intervenir para detener la
arbitraria golpiza. Era más que evidente que el miedo los había
paralizado.
Magela,
al menos, gritaba frases contra el gobierno. Era evidente su
indignación. Mis hijos Christian, de nueve años de edad, y Ashanti,
de cinco, lloraban desesperados, e intentaban, infructuosamente,
protegerme.
Recibía
golpes en el rostro, en las costillas, en la espalda. Una torrencial
lluvia de patadas cubrían todo mi cuerpo, cuando ya había sido
derribado al pavimento. Pensé que era el fin de mis días en la
tierra. Creí que el alto mando del Ministerio del Interior había
decidido eliminarme físicamente, como lo hicieron con el hermano de
ideas, Juan Wilfredo Soto García, en un parque de Santa Clara…
Dos
días después, me encontraba en Cienfuegos, junto a mi tío, Miguel
Morfa Romero, hermano de mi madre. Su vivienda era acogedora, al
igual que el trato que me dispensaban su esposa y mi primo Jean
Carlos, de 13 años de edad.
En
horas de la noche, de forma inesperada, el jefe del sector de la
policía presidió una reunión de los integrantes del comité de
vigilancia del área, en los bajos del edificio en que estábamos. La
presidenta de esa agrupación pro-oficialista citó a mi tío y a su
esposa, quienes se negaron a acudir.
La
intolerancia de los partidarios del gobierno, las incitaciones de la
policía y la negativa de mis tíos a mezclarse con los miembros de
la organización castrista, generaron una indecente respuesta de los
asambleístas.
Gritos
de ¡mercenarios!, ¡gusanos!, ¡contrarrevolucionarios! y otras
frases bastante obscenas, rompieron la tranquilidad del barrio.
Sin
embargo, mi tío Miguel, nos recomendó no salir de su casa, para
mantenernos protegidos de personas que son capaces de golpear, e
incluso, de matar.
Al día
siguiente, durante la mañana, dos agentes de la policía nacional se
personaron en la vivienda de mi tío. Le exigían que me expulsara de
allí. Era un capricho más de unos militares, que como el resto,
gozan de la más absoluta impunidad. No hay ley en Cuba que impida a
las personas visitar a sus familiares. Más los agentes actuaban así
porque estaban respaldados por el gobierno.
Tras
los dos militares golpear la puerta de la casa y romper la cerradura,
se marcharon. Con ellos se fueron el odio y el crimen. Ojalá hubiese
sido para siempre.
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